Lanús Campeón Campeonato de Primera División 2016
LA RESISTENCIA DE SAN LORENZO APENAS DURÓ HASTA QUE SE QUEBRÓ EL CERO
Una final sin equivalencias: terminó siendo un festival
Los cuatro goles hablan con claridad de una superioridad notable. Lanús bailó a un rival que no tuvo reacción.
La final no fue final. La final fue baile, lisa y llanamente. Fue baile del mejor Lanús -del Lanús al cabo campeón- a un San Lorezo que se asemejó a una mala caricatura. Cuando no existen las equivalencias, cuando el fútbol y los goles se encuentran de un solo lado, cuando la superioridad es tan mayúscula que asombra, cuando las individualidades de uno deslumbran y las del otro naufragan, cuando lo colectivo es granítico por acá y frágil como el cristal por allá, cuando ocurren todas estas cosas, sólo hay que esperar el the end del espectáculo para ver hasta que cifras llega la goleada. Lanús paró en cuatro... Y se dio la lógica más pura, tras noventa minutos muy buenos por la sublime producción del amo y señor del campeonato: Lanús es un equipo infinitamente superior a San Lorenzo.¿Por qué pasó lo que pasó en el Monumental? Primero, por una cuestión de convicciones: Lanús de la mano de Jorge Almirón, sabe a que juega y ayer, en lo que fue una prueba de carácter (aprobada con la mayor de las holguras), lo supo mejor que nunca; San Lorenzo se mostró, por enésima vez, como lo que fue a lo largo de toda la competencia: un híbrido. Segundo, porque las diferencias de fútbol, de intensidad, de ritmo, de dinámica y de velocidad resultaron abismales, quizás como en pocas oportunidades se da en conjuntos de similares ambiciones. Tercero, porque Lanús impuso condiciones desde el minuto inicial a partir de la tenencia de la pelota -la monopolizó siempre y con una facilidad poco usual-, de la presión constante, de las ideas diáfanas y del ataque sin pausas; San Lorenzo jamás le encontró la vuelta a la propuesta de su adversario: fue un barco a la deriva que terminó hundiéndose sin remedio.
Cuando Torrico le ahogó el grito a San a los 90 segundos de juego, surgió con claridad una señal de lo que un ratito después iba a ratificarse: la resistencia de San Lorenzo no podía extenderse demasiado. A los 17, Miguel Almirón -probablemente, haya jugado el partido de su vida- ejecutó con prontitud un córner tocándola para Velázquez y el centro preciso del capitán encontró la cabeza de Oscar Benítez. Gol, uno a cero. Lanús, lentamente, empezaba a sentirse campeón. ¿Cómo hacía San Lorenzo para aspirar al menos al empate si no disponía -ni dispuso nunca- de la pelota ni de la rebeldía necesaria para tratar de cambiar el guión de una película con un final prácticamente cantado?
Si uno de los interrogantes previos era si los técnicos iban a plantear el desarrollo con la osadía que los caracteriza, la respuesta quedó a la vista en ese puñado de minutos del comienzo: Jorge Almirón lo cumplió, sin duda alguna; Guede, no. Es como si el entrenador de San Lorenzo hubiese estado convencido de antemano de que su equipo era (es) inferior. El de la iniciativa resultó Lanús, que se hizo un festín con la sociedad de Almirón-Acosta -a la que se sumaba Velázquez- a costa del indefenso Buffarini. El de la impotencia fue San Lorenzo.
Los goles cayeron por decantación, mientras San Lorenzo no podía siquiera patear al arco. Por obra y gracia suya, Lanús transformó la final en un festival.