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viernes, 8 de mayo de 2015

River 1 - Boca 0 - Copa Libertadores 2015

RIVER PEGÓ PRIMERO EN EL DUELO CON BOCA
River gritó un desahogo y fortaleció su espíritu
Con un penal convertido por Sánchez, le ganó 1-0 a Boca y le quitó el invicto de 2015. Fue el primer chico de octavos.
El alarido de esas sesenta mil y pico de almas sacudió la tensa noche de Núñez. El desahogo resultó inmenso, conmovedor, caliente. La ansiedad contenida durante 81 minutos se rompió con ese penal convertido por Sánchez -personalidad, frialdad y certeza puras en la ejecución- que trocó nervios por felicidad, desesperanza por ilusión, presión por alivio. En ese instante sublime del gol, River volvió a vivir. Volvió a ser. Volvió a sentir que se puede, aun ante un adversario superior en los papeles (ayer, seguro, Boca fue inferior).

Volvió a creer en lo suyo, al margen de que otra vez -como en la celebrada semifinal de la Copa Sudamericana- la estrecha victoria se basó más en el corazón y en el coraje que en el fútbol y en la ambición. No hay maneras ni tiempo para explicarle cuestiones técnicas o tácticas al hincha que bajaba las escaleras del Monumental envuelto en banderas, en cantos y en sueños. No le interesan esos temas ahora triviales. Para qué... Si lo que quiere es quedarse disfónico, abrazarse con el hijo o con el socio de tribuna, gritar la revancha por lo padecido el domingo. Y nadie le puede quitar ese derecho.

Parecía que el discreto desarrollo se consumía y que el destino irremediable era el reparto de puntos, más o menos como lo que sucedió en la Bombonera, en el compromiso por el campeonato, antes de aquel gol de Pavón. Hasta que surgió el error torpe de Gago (insoportable como siempre por sus protestas infinitas) y la infracción de Marín sobre el Pity Martínez. Penal nítido. Y gol de Sánchez. Y uno a cero. A esa altura de la soirée, un gol bastaba (bastó) para que uno de los dos, en este caso River, se hiciera rey del jueves. Ni siquiera la irresponsabilidad de Teo Gutiérrez, al hacerse expulsar, alteró la chapa. Una chapa redonda para River: ganó, no le marcaron goles en su casa, se sacó las ganas de quebrarle el invicto de 2015 al equipo más consistente de la temporada y renovó su espíritu con vistas al desquite de la semana próxima.

¿Qué había sucedido hasta el gol? Poquito y nada. Mucha pierna dura, muchos cruces verbales, muchos roces, mucho zapateo en el mediocampo, mucha cautela, mucho respeto, mucha impericia ofensiva. Hasta el árbitro Delfino, con sus licencias en la materia disciplina (les perdonó la vida a unos cuantos y sólo Teo vio la roja en el final), se asoció al desbarajuste global. Las áreas se asemejaban a zonas minadas. Casi nadie las pisaba, ningún delantero recibía alguna pelota limpia de los volantes. Boca no pergeñó ni una sola maniobra de riesgo para Barovero en la etapa inicial. Ni una. A River, aferrado a su inédito doble cinco -Ponzio fue el mejor de todos los que pisaron el césped y Kranevitter, un compinche ideal-, tampoco se le caía una idea. Algo de Gutiérrez, más activo que de costumbre. Algún tiro de media o de larga distancia. Y decenas de pelotazos sin sentido, reiterados, aburridos, estériles.

Gallardo pateó el tablero con el tándem Ponzio-Kranevitter, le hizo una gambeta a su idea primaria, buscó reforzar un sector que el domingo había perdido, y la estrategia le salió bien: Boca no tuvo creación, nunca funcionó el aceitado circuito entre Gago y Pablo Pérez, naufragó en los metros en los que se suelen empezar a definir los encuentros. La consecuencia fue inequívoca: su potencia ofensiva no existió. Si Boca no jugó el peor partido de la temporada, le pega en el palo.

El segundo tiempo fue más de lo mismo, con un puñadito de emociones desperdigadas. Hasta que cantó Sánchez. Y cantó River todo. Y sufrió Boca. Y la llave está abierta de par en par.


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